LA LEYENDA DEL RIO Y EL CASTILLO


Érase una vez un río llamado Iber, famoso por su inconformismo, ya que no le gustaba fluir siempre por los mismos cauces, y cuando le venia en gana se paseaba por las huertas de los ribereños. A veces, cuando se mosqueaba, incluso destrozaba puentes e inundaba casas.

Le gustaba mucho pasar por debajo de los escarpes donde estaba su amigo, el poderoso Castillo de Miranda, ya que podía disfrutar de esa sombra que le proporcionaban sus muros. A cambio, el río le suministraba entretenimiento y charla, a veces divertida, como cuando le contaba algún chisme acaecido río arriba, y otras más seria, pero siempre compañía. Y así fué durante siglos.

Desde su cauce veía a sus moradores observar desde su atalaya toda esa rica huerta gestionada sabiamente por un pueblo venido del Norte de Africa, y que se hacian llamar musulmanes. Estos habían diseñado una serie de canales por donde pasaba agua extraida de Iber, y que servía para aplacar la sed de tomates, berenjenas, pepinos,... Estos musulmanes las llamaban acequias, cosa nunca vista hasta ahora por ojos de cristiano alguno.

Al principio Iber se mostraba descontento por lo que consideraba un expolio de su sangre, pero al ver que servía para dar alimento a todo el mundo, cambio de parecer, y no se mostraba huraño cuando el agricultor de turno levantaba la tajadera para recoger "sangre" de sus venas.

Los años fueron pasando, Iber seguía siendo el mismo, con sus salidas de tono de vez en cuando, pero siempre generoso con las necesidades de sus vecinos. Los hombres de Africa se fueron, pero vinieron otros, casualmente los que vivían al Norte del Castillo de Miranda, y se hacían llamar cristianos. Estos al apropiarse de las fencundas tierras de huerta que dejaron sus predecesores, fueron abandonando el Castillo que habitaron durante siglos, preferían el verde y florido valle, al seco y yermo mirador.

Iber, muy triste, vió como los techos del Castillo que dieron abrigo a esos hombres se cayeron, sus paredes que les dieron sombra se fueron desmoronando, vió crecer las hierbas y zarzas por toda la ruina, vió el abandono día a día, mientras sus antiguos moradores disfrutaban de la buena vida en el "centro", en Sarakosta. Su gran amigo, su gran compañero durante tanto tiempo, estaba al borde de la desaparición total.

Iber, aguantó y aguantó durante mucho tiempo, días, años, incluso siglos, pero no pudo más de tanto sufrimiento, y un 2 de enero de 1961, decidió alejarse de su amigo, no mucho unos 500 metros, pero lo suficiente para que con el tiempo creciese entre ellos un bosque que impidiera a Iber ver la amargura de su amigo. No podía hacer más, era un río, no podía desplazarse detrás del Moncayo, para que sus moles le impidieran ver lo que no quería ver. El hubiera preferido subir a esos escarpes y arroparlo, pero ya sabemos la fobia que tienen los ríos a subir cuesta arriba. Años más tarde lo llamaron gravedad.

En los días de melancolía, Iber pedía a un conocido suyo llamado Cierzo que soplara con fuerza, y así de esta manera, con el movimiento pendular de las ramas, podía adivinar a duras penas, en lo alto del escarpe a su viejo amigo el Castillo.

Entre ellos se formó un galacho, el cual sirve de lugar de esparcimiento para los habitantes de la antigua Sarakusta. Pero lo que desconocen, es que los canales que surcan todo el galacho, no son de agua, sino de lágrimas. Lágrimas que derrama el Castillo, por la tristeza y la soledad.

Por su parte, Iber, fiel a su carácter de indomable, y cuando el dolor le domina, se acerca al Castillo, lo acaricia, le susurra, y clama venganza contra los hombres, arrasando cuanto encuentra a su paso.

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